Paz y Bien

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domingo, 15 de agosto de 2010

Celebraciones próximas

17 de Septiembre: Impresión de las LLagas del Seráfico Padre San Francisco de Asís.

Era la madrugada del 14 de septiembre de 1224, fiesta de la Exaltación de la Cruz, y San Francisco oraba con un ímpetu nuevo: “Oh Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido que me hagas antes de que muera: la primera, sentir en mi alma y en mi cuerpo cuanto es posible el dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, sentir en mi corazón cuanto es posible, aquel extraordinario amor del cual tú, Hijo de Dios, estabas inflamado hasta soportar gustoso una pasión tan grande por nosotros pecadores”.
Desde la profundidad del cielo deslumbrante, San Francisco vio venir un Serafín con seis alas de llamas: dos que iban unidas a su cabeza, dos cubrían todo su cuerpo, y dos se abrían para volar. En aquel Serafín alado destellaba la felicidad de ver al Señor y el dolor de verlo crucificado, un admirable ardor devoró su alma e invadió su cuerpo, quedando con dolorosas heridas en los pies, las manos, el costado, mientras una voz le decía: “¿Sabes lo que te he hecho? Te he dado los Estigmas que son los signos de mi Pasión, para que tú seas mi adalid”.
El Serafín alado desapareció, el dolor cesó y cuando después de mucho rato San Francisco volvió en sí, sintió las manos bañadas y un riachuelo cálido le corría por el costado izquierdo. Miró: era sangre. Trató de levantarse, pero los pies no lo sostenían. Sentado en tierra bajo el abrazo verde de los árboles, se miró las manos, se miró los pies, y los vio traspasados por clavos de carne, negros como el hierro, con gruesas cabezas redondas que sobresalían en las palmas de las manos y en las plantas de los pies. Se abrió la túnica, miró el pecho al lado izquierdo, donde sentía un dolor que le llegaba al corazón, y descubrió una herida como de una lanza, roja y sangrante. Eran las llagas de que había hablado el Serafín. Por lo tanto había sido escuchado! El amor lo había transformado en el Amado, porque uno se convierte en aquello que ama. Mientras el Serafín se aparecía a Francisco, una luz brillante aureolaba la cima de la Verna, iluminando los montes y valles de alrededor.



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